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ISSN 1989-4163

NUMERO 11 - MARZO 2010

 

Soldaditos de Plomo

Facundo Gerez

Aquella noche, el asfalto silenciaba a un antiguo empedrado y revelaba haber sido acariciado por una tenue y persistente llovizna. La luna –con atinada prudencia– prefería guardar silencio y cerrar los ojos, no ser testigo de aquello que no iba a suceder esa noche.

Los dos habían soñado tantísimas noches con el encuentro. Nunca se habían visto, pero de haber cruzado tan solo una mirada, se hubiesen reconocido inmediatamente. Habían nacido para ese instante y no volverían a encontrar revancha hasta el próximo mazo. Pero aquella noche de luna ausente y cadenciosa llovizna, el destino estaba mirando para otro lado. Sus hilos se enredaron y ejecutaron otra pieza. Quizá confundieron el paso, olvidaron la nota o simplemente no tenían a mano el pincel adecuado. Las conjeturas que se pueden hacer acerca de las causas de aquel acontecimiento son meras especulaciones sin fundamentos, ya que se trata de una trastienda a la cual estaremos por siempre ajenos. Lo concreto es que aquel instante del encuentro que debía darse, nunca existió. Adornaban aquel rincón de la ciudad: varias luces de neón, decenas de botellas marrones y unas cuantas mesas de billar. Sonidos de furiosos tacos, copas que celebraban éxitos fugaces y algún que otro cubilete en busca de una generala. Algún lector podrá considerar que se trataba de un lugar un tanto exótico para el encuentro, pero sin embargo era ahí donde debía suceder, eso decían los manuales.

Ella llegó –en el caso de que haya llegado– a la hora establecida y se sentó en una de las mesas del fondo, cerca de la barra. Pidió un té con limón y se quedó mirando la lluvia a través del espejo que miraba a la ventana. Él llegó a la hora de siempre –si es que la hora de siempre es alguna hora–, se sentó en la mesa que estaba al lado de la estufa, pidió un cortado y se dispuso a mirar a través de la ventana, esperando encontrarla, como todas las noches. Pero todas apuraban el paso y cubrían sus rostros con paraguas, ninguna era ella. Los dos creen haber estado en el mismo momento en ese lugar. Pero alguno de los dos no estuvo. Los dos se fueron –en el caso de que hayan estado– tal como habían llegado. Sin saber qué habían perdido, porque nunca se enteraron que era lo que había en juego. Sin embargo esa noche, por alguna razón que ignoraban, a los dos les costó dormirse.

Ella solía creer, por temporadas, en una especie de dios con largas barbas blancas y un sistema de premios y castigos. El creía fervientemente en la ciudad con sus avenidas, bulevares, cortadas y pasajes como única rectora de todos los destinos de sus habitantes.

Aquella ciudad absoluta y ese dios pausado tendrán sus razones para ausentarse repentinamente y extinguir las historias que debiesen haber sido. O tal vez esos dos entes, aquel dios y la ciudad, sean solo dos soldaditos de plomo de un rompecabezas infinito que quizá tenga razones más elocuentes para moderar los tan ansiados milagros desde estas regiones.

 
 

Soldado

 

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